De Nueva York a Miami en bus para descubrir la América profunda

El viejo Cisco tuvo siete heridas de bala que le dejaron igual número de cicatrices en sus piernas, brazos y también en la cabeza. Se quita una gorra verde y rota, y al dejar caer sus mechones de canas apoya el índice sobre el parietal izquierdo: muestra por dónde entró el balazo que casi lo mata en su época de pandillero.

Es uno de los pasajeros que abordó el bus Greyhound 86774 en Port Authority, Nueva York, con destino a Miami, Florida. Ocupa una silla en la mitad del vehículo, a la que llegó apoyado en un bastón. Son las 10:06 a. m. del 13 de mayo del 2019 y han pasado 22 horas y 35 minutos desde la partida.

Duele la espalda, y las nalgas ya están más que planas. Cada vez que el bus ha cambiado de conductora (hasta ahora tres, todas afroamericanas) les han advertido a los pasajeros que está prohibido fumar y escuchar música a alto volumen.

Khalil (un inmigrante de República Dominicana que viene desde New Hampshire –frontera con Canadá– y con quien el periodista habló hace media hora en la parada de Jacksonville, Florida) se ha volteado desde su puesto para conversar con el anciano, que debe rondar los 80 años.

El viejo luce camiseta sin mangas, sandalias y pantalón roto. “Sufro de artrosis en la mano izquierda, y el pie derecho se me hace difícil apoyarlo”, se lamenta el veterano, mueco de un diente. “De joven viajé buscando fortuna, y en Barcelona (España) tuve una amante; ufffff, la más hermosa de las catalanas. Le hice un hijo, pero nunca lo conocí. Aquí, en América, tuve otros cuatro”.

Repite que debió morir en su juventud como pandillero, y se levanta la camiseta para mostrar varios tatuajes: el más grande de ellos, un escorpión en su pecho. ¿Qué lo salvó de morir? Hace 47 años se topó con Margaret, una ladrona de corazones que lo llevó a mejor camino.

Solo les digo una cosa el día que encuentren una mujer así, que te acepte y te cuide, quédate con ella, lo vale

Se agacha y de una tula extrae un portarretratos: se lo ve, en 1982, de pelo rubio hasta el hombro, cuerpo fornido y vestido de blanco; Margaret lo abraza pegada a su tórax, en short y top blancos, mientras sonríen para la cámara en una playa. “Esto fue en Kay West (playa paradisiaca en el sur de la Florida), nuestro lugar favorito”.

“Después de que me hice viejo y me llegaron tantos dolores, Margaret cuidó de mí, siempre; era enfermera cuando la conocí, siempre aliviada y sonriente”, apunta el anciano. “Solo les digo una cosa –se dirige a Khalil y al periodista–: el día que encuentren una mujer así, que te acepte y te cuide, quédate con ella, lo vale”.

Se mete la mano al bolsillo del pantalón y saca unos billetes. Entre ellos encuentra una pequeña foto. Sus ojos se pierden en la imagen… Después regresa de la evocación: “Aquí estábamos en Key West, hace 27 años”, y les extiende la miniatura a quienes lo escuchan. Se ve la misma pareja de antes, vestidos de blanco y sonrientes, pero mayores. Enseguida, el viejo arrebata la foto, la mira, le da un beso, se toca el corazón con ella, se le encharcan los ojos y la guarda en su bolsillo.

¿Y Margaret? El viejo se agacha, saca los retratos de la mochila y descubre una urna, dorada, donde reposan las cenizas de la amada: “Hace un mes le dio un dolor terrible en el estómago. Fuimos al médico, la internaron”, relata Cisco. “Le encontraron un tumor del tamaño de una pelota en el estómago. No había nada que hacer. En dos semanas la mató…”

Confiesa que su viaje de treinta y tantas horas a Florida es para llegar una última vez a Key West. Allí arrojará los despojos mortales de su amor.

Legal e ilegal

En la parada de Jacksonville, Khalil, de unos 30 años, barba delineada y quien dijo que trabajaba en un restaurante, contó que se dirigía al sur de la Florida a encontrarse con su hermana. “Soy vegano. Vi un documental en Netflix que se llama What the health, y desde ahí me dije que no quería comer más carnes”.

Advierte que le gusta la marihuana. “Donde vivo es ilegal, pero en el estado de al lado, Maine, sí es legal. Así que entro a internet, hago una solicitud a un vendedor, nos ponemos cita, cruzo la frontera –a 10 minutos de mi casa–, recojo lo mío y me devuelvo”.

Saca un tarrito de su chaqueta, como los usados para tomar muestras coprológicas: “Este me cuesta 150 dólares”. Es cannabis de cultivo hidropónico, color verde fosforescente, la que en Colombia llaman cripa o cripi, mucho más fuerte que la de cultivo tradicional.

Donde vivo es ilegal, pero en el estado de al lado, Maine, sí es legal. Así que entro a internet, hago una solicitud a un vendedor, nos ponemos cita, cruzo la frontera, recojo lo mío y me devuelvo”.

Tras una parada de tres noches en Orlando, para visitar el mundo de Disney y saludar a Mickey Mouse, el periplo continúa hacia Miami. Para encontrar el bus, el cronista llega a la inolvidable –veremos por qué– estación de bus que se emplaza en el n.º 555 N de John Young.

Son las 10:11 a. m. del 16 de mayo del 2019. El transporte debía partir hace 20 minutos, pero hay un retraso. La mayoría de los viajeros son negros, más un grupo de centroamericanos. Dos uniformados con las insignias de Border Patrol (Patrulla Fronteriza) ingresan al salón, lleno de bancas y en donde solo venden pollo frito, hamburguesas y frituras. Reparan en los viajantes y escogen al colombiano como objeto de pesquisa.

“Buenos días, ¿espera un bus?”, saluda el jefe, de piel canela y ojos verdes; a su espalda, su compañero blanco, de barriga hinchada, hace jarra con los brazos. “Buenos días. Voy a Miami”, responde el abordado. “¿Tiene su tiquete a mano? Por favor, me lo deja ver”, inquiere el oficial.

El periodista se sorprende tembloroso. Si bien entró legal a Estados Unidos, lo intimida la presencia de ambos tipos. Antes de que vean su pulso de maraquero, confiesa: “Estoy nervioso, oficial”. “Esto es solo un diálogo”, replica el de piel canela, quien luego de recibir tiquete y pasaporte se aleja unos pasos para confirmar, vía radioteléfono, si el interrogado presenta antecedentes. El gordo permanece quieto y ni parpadea.

“¿Por qué tiene tantos sellos?”, pregunta el jefe, que ha vuelto con el ceño fruncido. “Soy cronista y viajo por trabajo o turismo”, es la respuesta. Entonces el oficial, tras inspeccionarlo de pies a cabeza, relaja la mirada y deja salir un mohín risueño: “OK, interesante. Que disfrute Estados Unidos”.

Tan pronto ambos se alejan, cae un joven a preguntar: “¿Ey, te estaban jodiendo la puta vida esos dos?” “No, solo estábamos teniendo un diálogo”.

El bus arranca con 35 minutos de retraso. A toda velocidad, buscando el sur de la Florida, el parabrisas se llena de lo que parece pantano, pero en realidad son cientos de moscas impactadas a más de 100 kilómetros por hora. Es el lío de los llamados insectos del amor, o Plecia nearctica, especie que pulula en la zona: la hembra sale de su larva, de inmediato un macho se le pega para el apareamiento, vuelan pegados mientras tratan de lograr su reproducción y, de repente, un bus atropella el acto sexual. Todos los automotores tienen que parar, cada tanto, a limpiar el vidrio panorámico.

Vuelta a Nueva York

El bus 86217 de la empresa Greyhound ajusta 20 horas desde que salió de Miami (a la 1:30 p. m. del 20 de mayo) con destino a Nueva York. Acaba de hacer una parada de emergencia en Petersburg, Virginia, para echar a un anciano. Desde que se subió, el conductor había advertido que no se podía fumar ni beber alcohol, pero un humo de cigarro pasó por las narices de los pasajeros, hace unos 25 minutos, hasta llegar al puesto del chofer, quien no dudó en estacionar al borde de la autopista: caminó hasta el baño y golpeó dos veces: “¡Salga de ahí!” Se abrió la puerta, y alguien escuchó el regaño: “¡Cretino, acá no se puede fumar!”

Se reanudó la marcha para llegar a la estación de Petersburg, donde el conductor volvió a exclamar: “Aquí se baja usted”. Enseguida, un anciano de unos 76 años avanza por la pasarela, y un viejo solidario inquiere: “¿Lo va a bajar por fumarse un cigarrillo?” A lo que el conductor replica: “Sí, y si a usted no le gusta, lo puede acompañar”.

“Wooow, el pobre viejo pagará el cigarrillo más caro de su vida; la multa es como de 200 dólares

Afuera, dos policías reciben al chofer, quien les cuenta lo sucedido. Entre tanto, el infractor agarra su maleta y se les une. Se queda con los uniformados, mientras el conductor retoma el volante. “Wooow, el pobre viejo pagará el cigarrillo más caro de su vida; la multa es como de 200 dólares”, advierte un pasajero.

14 horas antes, el bus paraba en la rancia estación de Orlando (n.º 555 N de John Young). Una hora para comer. Pero a esa altura las comidas rápidas ya no eran opción para el cronista, quien salió a ver si en el entorno había algo más. Cruzó la calle y se vio ingresando a una bomba de gasolina; un hombre, a su derecha, caminaba junto a la pared del minimercado que funciona allí; por la izquierda, sin camisa, otro sujeto avanzaba hacia la puerta, cargando un portacomidas con lechugas, de las cuales tomó una.

En el minimercado, sin clientes, solo hay Coca Cola, frituras y salchichas. Decepcionado, el cronista toma una gaseosa y en la caja se dispone a sacar, de su bolso, 17 monedas de un centavo para ajustar los 2,17 dólares que cuesta. Como no hay fila, no le ve problema a tomarse el tiempo, así que pone el celular y el pasaporte en la barra, mientras cuenta: “Uno, dos, tres”, y el tipo de la caja, parco, espera cruzado de brazos. “Seis, siete, ocho”, prosigue, cuando la mano del dependiente se acerca a una moneda de un dólar y advierte que con tres de esas puede pagar. Pero el cliente le da una palmadita en el brazo y le dice que espere, “tengo muchas monedas. Once, doce, trece”.

Entonces, subiendo la voz, el cajero insiste: “Qué hace, hombre, apúrese que es para ya”, y justo cuando el cronista le va a responder con voz en alto, justo cuando engatilla la lengua para disparar, mira a su derecha y se topa con el sujeto sin camisa, quien empuña un cuchillo a la altura del pecho, y de su voz gangosa se desprende un lamento: “Estoy cansado y quiero comer algo”. Al tiempo que se pone pálido, el periodista agarra su tesoro de monedas y paga con tres billetes de un dólar. El tipo del arma, en evidente estado de drogadicción, se aleja unos pasos y va a buscar algo de comer.

“¿Qué hacía, hombre? Yo intentando ayudarlo, y usted ahí contando monedas como loco; ese tipo lo pudo robar”, advierte el cajero. Y el periodista, más tembloroso que cuando lo interrogó el oficial de la Patrulla Fronteriza, recibe el cambio y deshace sus pasos, a toda carrera, para ponerse a salvo en la rancia estación de bus.

FELIPE MOTOA

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