La lumpenización de América Latina

El comienzo del año nos llegó con estadísticas e informes poco halagüeños en América Latina. La proporción de personas con pobreza extrema se mantiene incólume arriba del 30 %; peor aún, de los 184 millones de pobres, 62 millones (10,2 %) se encuentran en pobreza extrema, el porcentaje más alto desde 2008.

Sin entrar en consideraciones detalladas acerca de algunos países –entre ellos Colombia– que lograron desempeños menos lamentables, el panorama general es desolador y compromete gravemente el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible a 2030, en cuya determinación nuestro país desempeñó un papel preponderante.

América Latina continúa atravesando un valle de bajo crecimiento y no obstante el aumento del gasto social, la distribución del ingreso sigue siendo desastrosa: 40 % de la población laboral recibe menos de la remuneración mínima, 48,7 % en el caso de las mujeres y 55,9 % en el de los jóvenes. La cifra verdaderamente desalentadora es la de la población laboral joven femenina, dentro de la cual el 60 % recibe menos del salario mínimo.

Las políticas de inclusión laboral y social son insuficientes o brillan por su ausencia. La situación de precarización laboral tiende a agravarse como consecuencia de la oferta creciente de mano de obra juvenil y la formulación de políticas públicas que reciclan mecanismos fracasados, instrumentos orientados a la habilitación de mercados marginales de pobres que celebran estadísticas de bancarización o formalización transitoria, mientras pasan de largo sobre la transformación requerida para hacer de los pequeños empresarios del campo y las regiones auténticos acumuladores de capital insertos en el desarrollo económico.

Lumpemproletariado

Promediaba el siglo XIX y Francia sufría los conflictos propios del asentamiento institucional después de una revolución profunda, seguida de un ascenso napoleónico con sello imperial, de un período en el que la nación tuvo gran incidencia en el mundo y de un ciclo convulsivo con signos de cierta fatiga, dentro del cual fueron múltiples los conflictos y chantajes entre el ejecutivo y el legislativo, como también los juegos de complicidad dentro del régimen y el desdibujarse de las agrupaciones políticas que mostraron antes un fuerte arraigo ideológico.

El país respiraba la nostalgia del siglo XVIII, y la corrupción se extendió en paralelo con un desempeño económico mediocre, como suele ocurrir cuando toma cuerpo el amafiamiento del Estado, ya sea bajo el emblema de una proclividad con énfasis “democrático” o tras la insignia de gobiernos de sesgo autocrático populista.

En ese contexto, Marx escribió El 18 Brumario de Luis Bonaparte, el cual define la categoría lumpemproletariado y advierte sobre la presencia degenerativa de la descomposición en la clase alta, a la cual denominarían más tarde, los teóricos de la economía política, lumpemburguesía… “Junto a roués arruinados con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaronnis, carteristas y rateros, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos; en una palabra, toda la masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème”.

Desde entonces, el concepto de lumpen ha evolucionado, pero mantiene como elementos inmodificables los de ser desechos de las clases en descomposición, como lo afirma Joaquín Estefanía, sin conciencia de clase (la clase en sí frente a la clase para sí).

Casi 170 años después asistimos en América Latina a la lumpenización de la sociedad. A la crisis de oportunidades se suma la crisis moral, a los fracasos de los modelos neoestructuralista y neoliberal los suceden los partidos efímeros en la esfera política lanzando pregones neopopulistas de izquierda y de derecha, la concentración de la riqueza trae consigo la cartelización de la economía, vale decir, la cartelización de las élites políticas, financieras y de los servicios.

Una sola multilatina de la infraestructura incide en diez procesos electorales y hoy vemos a más de una docena de presidentes y vicepresidentes procesados o huyendo de la justicia. En el caso de Colombia, el ciudadano medio observa, en su desasosiego, los problemas de la justicia, la caída de las reformas judiciales y políticas, los carteles y carruseles de la contratación, hasta los nunca imaginados carteles de la toga, el pañal, la alimentación de los infantes, la hemofilia, la vigilancia, el transporte y los medicamentos.

Y al no existir un referente moral, el vacío político es perceptible, las aspiraciones personales liquidan los proyectos que en un momento parecieron viables y abundan las personas que convierten la descripción de la maldad en su justificación para dar curso a sus propias transgresiones.

En medio de tan dura realidad, cunde el escepticismo y cuesta advertir las nuevas posibilidades, en particular cuando ellas surgen, precisamente, de las complejas realidades que enfrentamos, tales como la migración venezolana, el posconflicto, las disidencias criminales y los paramilitares resurrectos, el envejecimiento de la población, la crisis motivacional y laboral de la juventud, la modificación tanto de la forma como de la extensión de la familia, y en ocasiones, el bajo nivel de apropiación tecnológica, cercano a un nuevo analfabetismo, para hablar de lo colombiano.

Pero también de los tránsitos democráticos cargados de imperfección, del hartazgo en materia política, de las polarizaciones entre facciones corruptas, del lánguido atardecer del Alba y de los problemas de productividad en la mayoría de naciones hermanas.

Una gran oportunidad

Ahora que se abre el debate sobre el Plan de Desarrollo en Colombia, el presidente Iván Duque tiene un gran escenario para mostrar su don de mando y su capacidad de aglutinación en torno a propósitos transformadores. Tiene la oportunidad de emprender rectificaciones que conduzcan razonablemente al mejoramiento del ciclo de posconflicto, las cuales deben correr a la sombra de la materialización de los compromisos superiores de los acuerdos y no contra ellos. Algunos de sus partidarios arremeten contra todo lo actuado y pretenden un gobierno destructor, no reformador ni unificador.

El Plan de Desarrollo debe ser el eje de un gran empeño en pro de la formalización, no el mandoble contra la informalidad. Necesitamos sumar a la base de propietarios antes que perseguir a los informales sin discernir sobre las causas que inhiben su formalización. Las políticas recientes de Brasil son una buena referencia.

Las políticas de asimilación e integración de los migrantes venezolanos deben volcarse al ámbito municipal y dirigirse por igual tanto a las mujeres, jóvenes y la niñez colombiana como venezolana. La vigilancia de la competencia irregular por bajos salarios es urgente, pues el desplazamiento de trabajadores nacionales estimula xenofobia y conflictos.

La progresiva actualización catastral rural no puede detenerse. En cambio, la tasa incremental de los avalúos en grandes ciudades está golpeando las clases medias y va a desestimular la cadena de la construcción y el empleo juvenil urbano.

La lucha por la recuperación de la ética social no puede manejarse como un eslogan ni caer en manos de los oportunistas que deambulan vociferando con su proclama de superioridad moral. Lo ha dicho con propiedad el papa Francisco al hablar del moralismo elemental… El engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad. Y en ello, la consistencia del gobierno es determinante. La actuación del Estado debe ser nítida y no puede permitir la existencia de cuartos traseros para la distribución de ‘mermelada’.

La revisión y actualización de la Ley Mipyme, cuyos incentivos fueron desmantelados, es vital. El pronto pago y la eliminación de la letra menuda en los contratos, así como el fin de las renovaciones amarradas o compulsivas, están a la orden del día. Y el Presidente debe mandar. Concertar no es temer al ejercicio sobrio de la autoridad democrática. La batería de instrumentos de promoción y fomento de economías con Pymes insertas y exportadoras tipo Taiwán es un ejemplo práctico y válido.

La internacionalización debe ser pragmática, con buen piso técnico y gran discernimiento. Hay que concretar los acuerdos de inversiones en negociación o perfeccionamiento y recuperar el principio del beneficio recíproco en las relaciones bilaterales. El reconocimiento de la interdependencia y la reciprocidad son las claves de la partitura competitiva internacional.

Desde luego, la mejor política internacional es la que cuenta con una gran política industrial activa para la economía abierta a los acordes de la economía social de mercado. No se trata de buscar denominaciones sugestivas para hacer más de lo mismo.

El mandato es construir la base para una nueva fase de industrialización con desarrollo tecnológico, innovación social y productiva, sostenibilidad y articulación productiva en minicadenas, cadenas, corredores nacionales e internacionales, logística competitiva, emprendimiento de mérito mediante el uso de ventajas territoriales y articulación entre servicios, industrias locales, comercio, turismo e industrias culturales.

El presidente Duque y los nuevos mandatarios latinoamericanos están urgidos de apoyo ciudadano. Empero, necesitan granjeárselo. Y, en el caso colombiano, el mandatario tiene de dónde, incluso siguiendo la línea de sus propios logros, tales como el acuerdo con el movimiento por la defensa de la educación, la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología, la definición concertada del salario mínimo, el planteamiento de la economía naranja como una nueva arteria. El mandatario se juega su suerte en lograr el apoyo de las clases medias, evitando con hechos que lo cataloguen como su persecutor.

JUAN ALFREDO PINTO SAAVEDRA
PARA EL TIEMPO 
www.juanalfredopinto.com@juanalfredopin1

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