Quedamos en encontrarnos a las 12 del mediodía en el Parque Mercedes, en el centro de Cúcuta, la ciudad colombiana más cercana a la frontera con Venezuela.
Llegué unos minutos tarde y la vi hablando con un hombre. Parecían tener un secreto.
Pero me había dicho que iba a ir a nuestra cita sola, así que me pareció extraño.
Empezó a caminar alejándose del parque. A poca distancia, el hombre la seguía.
Le envié un mensaje a través de WhatsApp para avisarle que la estaba esperando y preguntarle si todo estaba bien.
«Deme 10 minutos, que me llegó un cliente», respondió Francesca (**) de inmediato.
Poco después entró en un local y la perdí de vista. El hombre iba detrás.
Entonces entendí. Y me hundí en el asiento del vehículo en el que la esperaba, pensando en su mensaje.
Ella propuso esa hora porque era el único momento del día (y la noche) en el que podía hacer una pausa para que conversáramos.
Pero de la nada apareció un cliente y no podía darse el lujo de rechazarlo.
El Parque Mercedes es un lugar conocido en la ciudad porque allí ofrecen sus servicios trabajadores sexuales.
Salvarse, a cualquier costo
El desespero por la crisis que atraviesa Venezuela y la necesidad de encontrar la manera de alimentar a sus familias han hecho que muchos venezolanos se vean forzados a hacer cosas que nunca imaginaron.
Entre ellas, dedicarse a la industria del sexo.
Esto, a su vez, ha generado una proliferación de servicios sexuales que no se habían visto en Cúcuta y en otras zonas de frontera entre Venezuela y Colombia.
La historia de Francesca, profesional y madre de tres niños, no es extraordinaria.
Mujeres que se dedican a la prostitución y grupos que las ayudan calculan que en este momento, alrededor del 80 % de las trabajadoras sexuales que hay en Cúcuta son venezolanas.
Y es que para muchas (y muchos) la desesperación es verdaderamente extrema.
«Recuerdo el caso de una mujer que le pagó a un transportista con sexo oral», refiere Miguel Ángel Villamizar, trabajador social de la Fundación Censurados, una ONG que con voluntarios y muy pocos recursos ayuda a inmigrantes venezolanos.
La mujer logró cruzar la frontera y salir de Venezuela, pero no tenía dinero para comprar un pasaje de autobús que la llevara al centro de Cúcuta.
El trayecto, sin embargo, es corto. Es de aproximadamente media hora en automóvil y, en transporte público, el precio del pasaje no llega a 1 dólar.
Tenía que llegar a Colombia. Como fuera. Era su salvación.
Al igual que para Francesca y para más de un millón de venezolanos que huyeron de su país y encontraron refugio en esa nación.
«Un día, no pude más. Mis niños me decían: ‘Mamá, tengo hambre’. Era tanta que les dolía el estómago. Pero yo no tenía comida para darles. Yo puedo aguantar, pero ellos no», recuerda Francesca.
Cuando se fue, lo único que había en la nevera eran seis huevos, harina y un poquito de queso.
Explotación infantil
Grupos que ayudan a inmigrantes en Cúcuta han notado un incremento significativo en la oferta de servicios sexuales.
Una de las más preocupantes es la que involucra a adolescentes.
«Nunca había visto un índice tan elevado de participación de menores de edad en prostitución en toda mi carrera como trabajador humanitario», afirma Rafael Velásquez, quien estuvo a cargo de la misión del Comité Internacional de Rescate en Cúcuta hasta septiembre de 2018.
La organización se especializa en prestar ayuda a víctimas de crisis humanitarias.
Velásquez ha trabajado en zonas de guerra y conflicto, como Darfur, Somalia, Yemen, Nigeria y la República Centroafricana.
Rescate hizo una encuesta en la que 27 % de los participantes dijo que un desconocido les ofreció llevar a su hijo de Venezuela a Colombia ofreciéndoles mejores condiciones de vida.
«Esto es un indicador de trata y explotación infantil vinculada con la prostitución. Y ese porcentaje es mucho mayor que el que hemos visto en otros contextos de emergencia», explica Velásquez.
Prácticamente todas las personas entrevistadas para este trabajo sabían de algún caso.
«Conozco a una joven muy linda, de 15 años, que empezó a prostituirse a menos de un mes de haber llegado. Hay otra que acaba de cumplir 17 años. Son muchas trabajando en esto…», cuenta Carolina (**), una venezolana que también trabaja en el Parque Mercedes.
Yomaira Arsia solía trabajar en la industria sexual y ahora ayuda a mujeres dedicadas a la prostitución.
«Carla era una adolescente de una familia buena, una estudiante que nunca había tenido relaciones sexuales, y me tocó enseñarle a trabajar como prostituta, fue horrible».
«Y en la zona donde vivo -añade- una mujer venezolana le vendió su hija, una niña, a un hombre bastante mayor».
«En casi todas las esquinas»
Las prácticas, además, son mucho más visibles: no ocurre únicamente en la noche, como solía ser, sino también en el día y en lugares en los que antes no se veía.
«La situación empeoró en el último año, ahora la prostitución está en casi todas las esquinas. Es doloroso y triste, parte el corazón», indica Rito Álvarez, de la Fundación Oasis de Amor y Paz, que ayuda a inmigrantes en la frontera.
Otra de las variaciones que existen en la industria sexual en el lado colombiano de la frontera involucra a parejas venezolanas.
«Son heterosexuales y ambos trabajan en prostitución. La mujer atiende clientes de día, y el hombre de noche, así se turnan para poder cuidar a los niños», dice Villamizar.
También hay casos -explica- en los que dejan a los pequeños durmiendo en la noche y salen a trabajar hasta la madrugada.
«Atienden a quien se les acerque, sea hombre o mujer», refiere Villamizar.
Su objetivo es ganar dinero para enviarlo a sus familiares en Venezuela.
Es el caso de la mayoría de venezolanos que se fueron de su país, que atraviesa por una profunda crisis económica que ha provocado un éxodo masivo reconocido por Naciones Unidas y negado por el gobierno de Nicolás Maduro.
Algunas de las parejas participaron en sesiones informativas organizadas por la Fundación Censurados.
«La situación es más difícil para los hombres… Bajan la mirada y agachan la cabeza. Prefieren no hablar», refiere Miguel.
Carolina también conoce varios casos de parejas venezolanas. No siempre los esposos trabajan, pero están cerca.
«Hay contadoras, maestras y fisioterapeutas que se vinieron de Venezuela con sus familias. Sus esposos están en el parque y ven todo lo que pasa».
Ella misma tiene dos hijos que la acompañan.
«Mis niños ven que las mujeres se van con muchos hombres, pero yo les digo que eso no debe hacerse», señala.
«Cuando alguien tiene que trabajar con un cliente -prosigue- toca que alguna amiga le cuide al hijo, quien se queda en la plaza».
12 clientes por noche
También hay una práctica que se ha identificado con frecuencia entre las trabajadoras sexuales en Cúcuta.
Acceder a tener relaciones con un cliente sin preservativo para que así les paguen más.
Muchas saben que es un riesgo -cuenta Villamizar- pero necesitan el dinero, así que aceptan.
«En el último año, al menos cinco venezolanas salieron embarazadas mientras estaban trabajando», refiere.
Carolina cuenta que una compañera, que ya tiene tres hijos, dio a luz recientemente.
«Lo hacen por absoluta supervivencia. Comen una vez al día y toman agua para mantenerse. Las condiciones en las que ejercen la prostitución son inhumanas», refiere una persona que trabaja con inmigrantes en la frontera pero prefiere mantener el anonimato.
Y prosigue: «Las venezolanas pueden atender a 12 clientes por noche y cobran mucho menos. Algunas piden entre 5.000 y 10.000 pesos por servicio (US $ 1,60 y US $ 3,20). Mientras que una colombiana cobraría 50.000 pesos (US$15)«.
Francesca, en alguna oportunidad, atendió a casi 30 en un fin de semana.
«Pague 5.000 pesos y cómase dos venezolanas'»
Están también quienes se aprovechan de la desesperación de inmigrantes venezolanos.
«Es terrible. En la entrada de un bar se puede ver un letrero que dice: ‘Pague 5.000 pesos y cómase dos venezolanas'», indica Álvarez, de la Fundación Oasis de Amor y Paz.
Y añade: «También escuchas en las esquinas a encargados de bares (prostíbulos) gritando: ‘Vengan a comer, señores, ahora que las venezolanas cuestan poco podemos aprovechar'».
La mayoría de los inmigrantes llega con la esperanza de encontrar algún trabajo. Pero no es fácil.
Según el Sistema Estadístico Nacional de Colombia, Cúcuta es la segunda ciudad de Colombia con la mayor tasa de desempleo: 16,2 % a septiembre de 2018.
Y es por eso que muchos terminan sobreviviendo con un trabajo en la industria de la prostitución.
«Modelos»
Las webcams también son parte del negocio. En los diarios locales se ven anuncios regularmente que solicitan los servicios de «modelos».
«Es como vender tu cuerpo, pero nadie te toca porque es por internet… Para mí lo más difícil ha sido estar con una mujer, porque soy gay», cuenta David Contreras.
Explica que el usuario había pagado una buena cantidad de dinero, por lo que fue presionado a hacerlo.
«Somos cuatro personas y nos ven unos 300 usuarios. Ellos te piden que hagas ciertas cosas, fantasías que tienen», dice.
En Venezuela era un estudiante que en su tiempo libre trabajaba. Pero lo que ganaba apenas le alcanzaba para comprar verduras, así que se fue a Colombia a probar suerte, pese a que no conocía a nadie.
«Lavé carros, trabajé en una peluquería y en una tienda, pero el dinero no me alcanzaba. Nunca pensé que terminaría haciendo lo que hago, pero me tocó para poder ayudar a mi familia», comenta Contreras.
Viven cerca de la frontera, así que los ve con cierta regularidad.
«Nos encontramos en algún punto y nos comemos un helado. Después les doy el dinero y cada quien para su casa».
«Cada vez hay más venezolanos trabajando como escorts o prepagos, también transexuales. En Grindr (una aplicación para citas orientada a la comunidad homosexual) también se ven más», refiere Juan Carlos Archila, director de la Fundación Censurados.
Maltrato, agresión y ofensa
La proliferación del negocio de la prostitución ha sobrepasado la capacidad de atención del sistema de salud del departamento del Norte de Santander, cuya capital es Cúcuta.
«Muchas mujeres tienen diagnósticos de depresión psiquiátrica que necesitan medicación», explica quien pertenece a una organización que ayuda a inmigrantes pero prefiere mantener el anonimato.
«Para llevar la situación -prosigue- consumen estupefacientes y pueden pasar 12 horas alcoholizadas».
Y añade: «También lidian con una tristeza inmensa, con el duelo no elaborado de la inmigración, el desarraigo y una violencia que no habían experimentado antes».
Pero para venezolanos sin recursos, es extremadamente difícil tener acceso a tratamientos médicos.
«Afecta mucho trabajar en prostitución. Una noche, un cliente me robó, me usó tres veces, y en la mañana me dijo que no me iba a pagar», recuerda Francesca.
Y con tristeza afirma: «Te maltratan, te agreden, te ofenden… A una amiga la violaron y la dejaron desnuda y tirada en la calle».
«Sufren, lloran… les tocó pisar abajo», dice Archila.
Aparte del aspecto psicológico, se encuentra la dificultad de manejar la propagación de enfermedades de transmisión sexual, particularmente el VIH.
La Fundación Censurados ha notado, de primera mano, el incremento de inmigrantes afectados por la enfermedad.
«Hace un año hacíamos cinco pruebas rápidas de VIH a la semana, ahora realizamos 30, y por nuestra fundación pasan alrededor de 50 personas en ese período de tiempo», explica Villamizar.
«Murió de sida y…»
Un informe del Instituto Nacional de Salud de Colombia documenta el número de casos importados.
La mayoría proviene de Venezuela, y la mayor concentración está en el norte de Santander.
«Hay un incremento inusual en la frontera», indica Alfonso Rodríguez-Morales, uno de los autores de un estudio acerca del impacto de la crisis migratoria venezolana en enfermedades infecciosas en otros países.
Y completa: «Pese a que no se han producido variaciones significativas en el número total de casos diagnosticados anualmente en Colombia, y la mayoría sigue siendo autóctona».
Al margen de las cifras, detrás de cada caso hay una historia dolorosa que, con frecuencia, no tiene un final feliz.
«He visto tantas cosas duras…», dice Archila, con una expresión de quien hace de tripas corazón.
«Pero quizás la más difícil fue tener que cargar el cuerpo de un venezolano y dejarlo en la mitad del puente Simón Bolívar (uno de los que une a Venezuela y Colombia)».
Y explica: «Murió de sida y su familia no tenía cómo pagar el traslado».
(**) No es su nombre verdadero, prefiere no revelarlo porque ni su familia ni sus amigos saben a qué se dedica.
(*) Con la colaboración de Simon Maybin.