«Nunca me he sentido en peligro aunque sea uno de los países más peligrosos del mundo», dice de su vida en El Salvador el italiano Roberto Sartogo, de 62 años, quien hace 25 decidió dejar Florencia para vivir en el país centroamericano.
No son muchos los extranjeros que eligen vivir en los países del Triángulo Norte de Centroamérica: Honduras, Guatemala o El Salvador. Pero los hay.
Las estadísticas dicen que se trata de menos del 1% de la población de estos países y que en su mayoría, provienen de la misma región centroamericana. Hay, sin embargo, españoles, estadounidenses, canadienses, franceses, británicos. Y mucho más.
Y es que el Triángulo Norte puede ser muchas cosas: una de las regiones más violentas del mundo, una de las más pobres de América Latina, el sitio de donde miles de migrantes salen cada año con rumbo al norte huyendo de la violencia, la inseguridad y la falta de oportunidades.
Pero también puede ser un lugar donde un extranjero encuentra una oportunidad para tener un negocio, o para desarrollarse profesionalmente, un sitio que ofrece sosiego, un lugar donde alguien encuentra un hogar.
Esta es la historia de dos estadounidenses y un italiano que dejaron sus países, considerados desarrollados, para vivir en una de las regiones más violentas del mundo. ¿Por qué lo hicieron?
Empezando en otro lugar
El 3 de febrero de 1995, Roberto Sartogo llegó al aeropuerto en San Salvador. Llevaba US$ 9.750 y las ganas de cambiar su vida.
Un amigo suyo, en sus años de universitario, le había hablado del país centroamericano y él se había imaginado un sitio lleno de playas con palmeras en el que se pasaría la vida en bermudas.
Lo que encontró, sin embargo, fue muy diferente. Ese día, llovía a cántaros y cuando logró llegar al que sería su apartamento no había ni agua ni luz.
«Fue un impacto muy brusco», confiesa. Pero al día siguiente, recuerda, había un cielo azul y un clima increíble.
Le tocó ir aprendiendo a vivir en el país centroamericano. Supo que las estaciones del año solo eran invierno y verano y no coincidían con las de su país, tuvo que aprender español, supo que por ser tan grande era difícil encontrar zapatos o pantalones de su talla o que no se caminaba por las calles como solía hacerlo en Florencia.
Aprendió a vivir más alerta, no por miedo, asegura, pero por lo que la gente le decía.
El inicio no es fácil. También lo saben los estadounidenses Robert Durrette, de Virginia y Pauline Martin, de Pensilvania. Él vive en Honduras y ella en El Salvador.
Durrette, de 32 años, llegó a Honduras hace 10 años. Para entonces, recién acababa de salir de la universidad de la carrera de Política y Relaciones Internacionales. Su país estaba en plena recesión, así que él decidió aceptar un empleo de dos años con una ONG que trabajaba en Honduras.
Cuando llegó no hablaba español y el clima, recuerda, le pareció insoportable. «En la noche dormía con un ventilador en mis pies y uno en la cara», dice. «Me costó varios meses de no poder dormir y hubo tiempos en que pensaba, qué estoy haciendo acá, muriendo de calor» asegura.
Pero dos años después, cuando ya pensaba volver a Estados Unidos porque había acabado su contrato con el organismo, supo que se vendía un lugar en el Lago Yojoa, a poco menos de dos horas de San Pedro Sula. «Compré el lugar con un montón de préstamos», cuenta.
Ahí, ahora tiene un hotel, una cervecería y una empresa de café.
Martin, de 51 años, mientras tanto, llegó a El Salvador en 1993 como parte de un voluntariado. El país vivía una etapa de post guerra. Llegó soltera, de 25 años. Ahora está casada con un salvadoreño y tiene tres hijos.
En aquel momento, recuerda, tenía que estar pendiente de los robos que se daban en las calles, en los autobuses.
«Recuerdo sentir temor por ratos, pero tomaba precauciones», cuenta.
Luego, algo que le chocó fue el machismo. Los piropos, los silbidos en la calle la desesperaban. «Un acoso por ser mujer, pero también por ser extranjera, de ser diferente. Y eso me incomodaba bastante», afirma.
A pesar de eso, Martin dice que nunca se arrepintió de haberse ido a El Salvador. Fueron más las cosas que le gustaron, como el trato de los salvadoreños, sus formas de relacionarse, la calidez, la solidaridad.
«A veces siento que en los Estados Unidos la gente es muy fría, no saludan, se preocupan más por sus cosas que por las personas. Prefiero el trato centroamericano», le dice a BBC Mudo.
En el país centroamericano, además, encontró un espacio desarrollarse profesionalmente. Lleva 20 años trabajando para la UCA en el departamento de Educación.
Asaltado… en Washington
Las estadísticas dicen que el año pasado El Salvador registró una tasa de homicidios de 51 por cada 100.000 habitantes, en Honduras fue de 40 y en Guatemala de 22.
Y Naciones Unidas establece que una sociedad sufre «epidemia de violencia» cuando registra por encima de 10 homicidios por cada 100,000.
A pesar de los datos, sin embargo, estos extranjeros tienen una mirada diferente sobre la violencia de la región.
«Hay que tener precaución, pero solo la misma que tengo que tomar cuando voy a Italia. En 25 años nunca me he sentido en peligro en El Salvador», asegura Sartogo.
Durrette, mientras, cree que se trata de tener balance. Sí, violencia hay en Honduras, pero según él está concentrada en ciertos barrios y principalmente en San Pedro Sula y luego en La Ceiba.
Él, sin embargo, viaja con frecuencia a esas zonas y jamás le ha pasado nada.
«Pienso que ha mejorado bastante la seguridad. Yo trato de no pensar en esas cosas porque aquí la gente dice si andas en buenos pasos no te pasa nada», asegura y cuenta: «Una sola vez en mi vida me han robado y fue en el metro de Washington DC».
Martin cree lo mismo. En El Salvador, afirma, la violencia es focalizada: «En algunos barrios hay pelea de territorios», explica.
Como trabajadora en el área de educación a veces le toca visitar escuelas y siempre pregunta por la zona donde estaba ubicada. «Yo no voy a ir a un cantón sin conocer o sin haber escuchado como está la cuestión», comenta.
Y, para ella, no todo es como lo pintan los medios de comunicación y las estadísticas. «Creo que mis hijos tienen más temor pensar en un tiroteo en una escuela o en un mall en Estados Unidos que andar en El Salvador», asegura Martin.
Sueños hechos realidad
Cinco años después de su llegada a El Salvador, Roberto Sartogo se hizo chef. Primero fue gerente en un restaurante, luego empezó a cocinar para un restaurante del que se hizo socio y finalmente abrió su negocio propio que se convirtió en uno de los restaurantes más famosos de San Salvador: Il Bongustaio.
Ahí atendió a varios presidentes de América Latina, al Dalai Lama y muchos otros personajes.
A pesar de todos los males que aquejan la región: violencia, migración, inseguridad, corrupción, Sartogo ve algo más. «La gente, el clima tropical, el paisaje, el mar…», comenta. El sosiego también.
«16 horas trabajadas en El Salvador tenían un valor de cuatro horas trabajadas en Italia pero era más tranquilo. Es menos frenético, la tranquilidad de Centroamérica es algo que me ha gustado mucho», asegura.
Para él, El Salvador es su casa, el lugar que le ha dado oportunidades para crecer.
«En menos de 10 años he logrado algo que en Italia nunca hubiera llegado a tener, menos con US$ 9.750», afirma.
«El Salvador sin duda me ha dado la oportunidad de ser alguien, me ha dado muchas satisfacciones», valora Sartogo, quien en 2016 vendió el restaurante porque quería descansar del ajetreo.
En Honduras, Robert Durrette, piensa exactamente lo mismo. «En Estados Unidos jamás hubiera podido abrir un hotel de montaña, una cervecería ni una empresa de café», valora.
También dice que en el país centroamericano vive con más comodidad que en su país y con el mismo presupuesto.
«Yo podría ganar más en mi país, pero ¿para qué? ¿cuál es el propósito de la vida? El dinero nunca ha sido tan importante para mí. Lo importante para mí todos los días levantarse y saber que estás apoyando a los demás levantarse económicamente. Eso a mí me hace feliz», le dice a BBC Mundo.
Ni Sartogo, ni Martin, ni Durrette se han arrepentido de haberse mudado al Triángulo Norte de Centroamérica, sino todo lo contrario.
En estos años, coinciden, han disfrutado de ese trato cálido de los locales, de que la gente los salude por la calle sin necesidad de conocerlos, que platiquen con ellos mientras van por el mercado o están en la cola de un banco. De que, aunque no hayan nacido ahí, se sientan en casa.
A Durrette, por ejemplo, podrán decirle mil cosas sobre la violencia, pero para él, que ha viajado por más de 30 países, Honduras siempre será «uno de los países más lindos del mundo».
Este artículo fue elaborado para la versión digital de Centroamérica Cuenta, un festival literario que se celebró en San José de Costa Rica, entre el 13 y el 17 de mayo.
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