Una noche, mientras estaba resolviendo el crucigrama de una revista española, me saltó a los ojos esta pregunta: ciudad en donde ocurrió la terrible epidemia de baile de 1518. Confieso que me quedé con la boca abierta. ¿Una peste de baile?, me pregunté, perplejo. ¿Será que estos me están tomando el pelo, a pesar de mi calvicie? Jamás había oído hablar de semejante tema ni se me había ocurrido pensar que algo así pudiera suceder. La respuesta era de 11 letras horizontales.
Como dicen que la curiosidad es la madre de la sabiduría, y en mi caso estoy ya tan viejo que vendría siendo mi abuela, desde ese momento comencé a buscar y rebuscar en libros y computadores, en bibliotecas y enciclopedias, en las memorias de viajeros antiguos, en cartas de navegantes. Esa tarea la inicié en octubre del año pasado, y lo primero que comprendí es que, si la peste del baile había sido en 1518, en ese momento se estaban cumpliendo precisamente sus 500 años exactos.
Medio milenio, nada menos. Gran aniversario. Pero ¿por qué nadie dijo ni una sola palabra de recordatorio? ¿Se podía ignorar una efemérides tan insólita en la historia de las extravagancias humanas?
Empieza la bailadera
La ciudad de las 11 letras se llama Estrasburgo y es una de las regiones más bellas de Francia, en la frontera con Alemania. Hoy tiene casi dos millones de habitantes.
Corría el año de gracia de 1518. América tenía apenas 26 años de haber sido descubierta por Colón.
De repente, a comienzos del mes de julio, una vecina, la señora Troffea, se detuvo en mitad de la calle y empezó a bailar sin ningún motivo. Estuvo danzando el día entero, de una manera frenética pero sin música, y siguió en esas danzas y andanzas durante seis días más, al cabo de los cuales otras 34 personas se habían unido a ella.
La cosa se puso tan increíble que, a finales de diciembre, ya había más de 400 personas bailando sin cesar ni descansar, de día y de noche, en el centro de Estrasburgo, según lo estableció Javier Jiménez en una de las pocas investigaciones juiciosas y detenidas que se han hecho al respecto.
Llega la muerte
No sintieron ningún síntoma ni aviso alguno. Fue entonces cuando empezó la auténtica tragedia de aquel episodio que, hasta ese momento, los estrasburgueses, atónitos y con la boca abierta, juzgaban como simples chifladuras de la gente. Ocurrió que cada semana se morían, en promedio, 15 bailarines en medio de su danza. Pero los otros, alucinados, embelesados, como poseídos, seguían bailando sin detenerse.
Para la historia de los grandes misterios humanos quedaron numerosos testimonios de aquella época. Varios médicos que vieron los hechos con sus propios ojos dejaron constancia de que muchas de las víctimas murieron por infarto cardíaco, ataques de epilepsia, derrames cerebrales o por simple agotamiento físico. Su organismo ya no daba para más.
Al promediar diciembre, cuando terminó la peste, habían muerto 300 personas. Entre las que lograron sobrevivir había muchas que quedaron inválidas, porque el movimiento incontrolado de sus huesos les produjo fracturas de piernas, brazos, cintura, rodillas, columna vertebral.
Los sacerdotes, desde el púlpito de sus prédicas dominicales, trataron de frenar aquella tragedia tan horrible, afirmando que se trataba de trampas del demonio, pero todo fue en vano. La gente seguía bailando.
Metido de cabeza en los relatos de un suceso tan apasionante, vine a encontrar, por increíble que parezca, que la peste de baile de Estrasburgo, aunque es la peor que se conoce en la historia, y aunque fue la última de que se tiene noticia confirmada, no fue la primera. Ahora verán.
En el atrio del templo
Los primeros relatos que se conocen sobre esas extrañas epidemias tienen ya más de mil años de historia auténtica.
Sucedió en el año 1001 de la era cristiana en Cölbigk, una pequeña pero antiquísima población alemana. Un alegre grupo de muchachos va por la calle, una noche dominical de diciembre, cantando a gritos y bailando. Se detienen en el atrio de la iglesia, donde el cura párroco está oficiando la misa. Siguen con su festiva algarabía, pero el escándalo es tan grande que no dejan celebrar el acto religioso.
El sacerdote sale a la puerta y les pide compostura. Pero, lejos de hacerle caso, los jóvenes comienzan a bailar alrededor de él y a tomarle el pelo. Entonces, el padre les lanza una terrible maldición: nunca más podrán dejar de bailar hasta que se mueran.
Los bailarines quedaron pegados de las manos y estuvieron danzando sin comer ni beber nada durante una semana. Pero, en la noche de Navidad, el clérigo, condolido, les dio su bendición y les retiró el castigo.
Todo volvió a la normalidad. Si hemos de ser serios, debo decirles que esta historia también se cuenta como si hubiera ocurrido en diversos pueblos de España y de Francia durante la Edad Media.
El puente roto
En 1247, casi un siglo y medio después de lo que pasó en aquel atrio, ocurrió la tragedia de Maastricht, en Holanda. Lo más extraño es que esta vez, la pista de baile no fue una calle o el frente de una iglesia, sino un escenario todavía más asombroso: un puente de madera.
Unas 200 personas murieron ahogadas cuando el puente en el que estaban bailando sin parar desde hacía tres semanas se hundió bajo sus pies
Unas 200 personas murieron ahogadas cuando el puente en el que estaban bailando sin parar desde hacía tres semanas se hundió bajo sus pies.
Y a partir de entonces aparecen numerosos relatos sobre supuestas epidemias de baile a lo largo y ancho de la Edad Media, en Suiza, Francia, Holanda y hasta en el antiguo Imperio romano. Pero, si hemos de ser serios y rigurosos en las investigaciones históricas, estos no parecen sucesos verdaderos sino leyendas populares. Hasta que pasó lo que pasó, sin lugar a dudas, en las calles de Estrasburgo en 1518. Volvamos a ello.
Incluso Paracelso, el célebre astrólogo y médico suizo, le dedicó varias investigaciones al caso, aunque en los textos que dejó para la posteridad no dijo nunca cuál era su opinión sobre los orígenes de la epidemia.
¿Cuál fue la causa?
No obstante los dibujos que quedaron de aquella época, además de los testimonios verbales y escritos que dejaron muchos vecinos y los propios bailarines que sobrevivieron, la ciencia no ha podido establecer con exactitud, hasta el día de hoy, cuáles fueron las causas verdaderas de lo que pasó en Estrasburgo.
Lo primero que hizo la mitología popular fue atribuírselo a causas sobrenaturales, a travesuras del diablo, a desórdenes planetarios, a una maldición de los alemanes que estaban al otro lado de la frontera.
Los investigadores de nuestra época piensan que pudo haberse tratado de una enfermedad llamada ‘el fuego de San Antonio’, un hongo infeccioso que atacó los sembrados de trigo, dañando el pan y causando incontables víctimas. Hubo largas temporadas de hambre y sufrimiento. Dicen los médicos modernos que ese hongo produce alucinaciones y hace que la gente pierda el sentido de la realidad, como si hubiera consumido narcóticos.
Otros estudiosos, en cambio, consideran que no se trataba de una enfermedad orgánica, sino de unos brotes de histeria colectiva, más relacionados con la psiquiatría que con la música.
La taranta de San Vito
Lo cierto es que, hasta el sol de hoy, y aunque hayan pasado ya 500 años, nadie se atreve a sostener con pruebas cuáles fueron las causas indudables de la plaga de baile de Estrasburgo.
Poco después, a mediados de ese mismo siglo XVI, los europeos empezaron a decir que esas plagas que atacaban a los bailarines eran “el mal de San Vito”, y así se quedaron bautizadas para siempre. Vito fue un santo italiano que curaba los ataques de epilepsia. La gente acudía en romerías, para pedirle ayuda, a la capilla que lleva su nombre, en Ulm (Alemania).
En Italia también habían ocurrido para entonces algunos sucesos similares, y la gente los atribuía a picaduras de animales venenosos, como alacranes o arañas, conocidos genéricamente por el nombre de tarántulas. Por eso, los italianos les pusieron el nombre de ‘tarantismo’ a aquellos ataques de espasmos y temblores.
Así es la vida de asombrosa. Miren esto. Cuando yo era un niño, en las poblaciones entre los departamentos de Bolívar, Sucre y Córdoba llamaban ‘taranta’ a las convulsiones.Así aparece, como típica expresión de nuestro Caribe, en el estupendo Diccionario de colombianismos, del Instituto Caro y Cuervo.
Cómo será que, cuando alguien empezaba a temblar de un modo aparatoso, la gente pedía auxilio gritando: “Corran, que a Lucho le dio la taranta”. ¿Será que esa palabra se perdió de aquellas tierras o todavía la mencionan?
Epílogo
El médico Héctor Espinosa García me informa que hoy en día se le conoce como ‘la enfermedad de Huntington’, por el nombre de George Huntington, el investigador estadounidense que hizo los estudios más profundos sobre el tema.
En resumidas cuentas, ¿fueron bailes o convulsiones? ¿Era dolencia del cuerpo o de la mente? Nadie puede afirmar lo uno ni lo otro a ciencia cierta. Un manto de duda se extiende todavía sobre la humanidad.
Ya que estoy a punto de concluir esta crónica, debo confesar que, como periodista que soy, nada me hubiera encantado más que ver lo que pasó aquella vez en Estrasburgo y cubrir la información completa para este periódico.
No en vano se trata de una de las noticias más inesperadas, asombrosas, pasmosas e insólitas que han ocurrido a lo largo de la historia mundial. Pero Dios sabe cómo hace sus cosas: a lo mejor, si yo hubiera estado ahí, también habría terminado bailando.
En lengua española existe la palabra ‘coreomanía’, que significa manía de bailar o enfermedad de la danza. Sin embargo, ese vocablo de raíces griegas no ha sido admitido por la Academia Española ni figura en su diccionario oficial. Ojalá lo aceptaran.
JUAN GOSSAIN