Hace un siglo, Lenin escribió que el imperialismo se define por cinco características fundamentales: concentración de la producción, fusión de capital financiero e industrial, exportación de capital, carteles transnacionales y división territorial del mundo entre las potencias capitalistas. Hasta hace poco, solo los bolcheviques más acérrimos consideraban pertinente esa definición. Pero ya no es así: la descripción de Lenin parece cada vez más exacta.
Hace unos pocos años se daba por sentado que la globalización diluiría el poder de mercado y estimularía la competencia. Y se esperaba que una mayor interdependencia económica evitara conflictos internacionales. Si había que citar autores de principios del siglo XX, estos eran Joseph Schumpeter, el economista que identificó la “destrucción creativa” como fuerza motora del progreso, y el estadista británico Norman Angell, quien sostuvo que la interdependencia económica había vuelto obsoleto el militarismo.
Sin embargo, nos encontramos ahora en un mundo de monopolios económicos y rivalidad geopolítica.
El primer problema halla su máxima expresión en los gigantes tecnológicos estadounidenses, pero en realidad está muy difundido. Según la Ocde, la concentración de mercado aumentó en una variedad de sectores, lo mismo en Estados Unidos que en Europa, y China está creando megaempresas nacionales con apoyo estatal todavía más grandes.
En cuanto a la geopolítica, parece que Estados Unidos abandonó la esperanza de que la integración de China a la economía global llevaría a su convergencia política con el orden liberal occidental establecido. Como expresó con crudeza el vicepresidente estadounidense Mike Pence en un discurso de octubre: Estados Unidos ahora ve a China como un rival estratégico en una nueva era de “competencia entre grandes potencias”.
La concentración económica y la rivalidad geopolítica son en la práctica inseparables. Crece el temor a que el dominio de la megatecnológica china Huawei en el mercado del ‘hardware’ 5G pueda utilizarse para obtener ventajas geopolíticas. Y la asociación industrial alemana BDI advierte que China inició una “competencia sistémica con las economías de mercado liberales” y que está “aunando capacidades en pos de objetivos políticos y económicos en forma muy eficiente”.
Pero Estados Unidos también se está reposicionando, en particular en el ámbito del comercio y la inversión. Una ley aprobada hace poco autoriza al Departamento del Tesoro a individualizar inversiones extranjeras “con motivaciones estratégicas” (léase: chinas) que puedan “plantear una amenaza a la superioridad tecnológica y seguridad nacional de Estados Unidos”, lo que indica que la administración Trump pretende limitar las inversiones de modo de proteger la ventaja tecnológica de Estados Unidos.
Muchos acusan a China de mezclar la economía con la política. Pero lo mismo puede decirse de Estados Unidos. Basta pensar en cómo la administración Trump usa el dólar (una moneda a la que se consideraba un bien público global) y su papel central en las finanzas internacionales para imponer sanciones secundarias a empresas extranjeras que hagan negocios con Irán, por ejemplo.
Para Europa, todo esto supone un golpe enorme. Económicamente, la Unión Europea está en la avanzada del orden liberal de la posguerra. Como firme defensora de la competencia, obligó más de una vez a poderosas empresas extranjeras a respetar sus leyes. Y geopolíticamente, la UE siempre intentó mantener la economía separada de las relaciones internacionales. Por eso, el nacionalismo y el imperialismo son ahora sus peores pesadillas.
Europa se enfrenta al enorme desafío de posicionarse en un nuevo contexto en el que el poder importa más que las reglas y que el bienestar de los consumidores. La UE tiene ante sí tres grandes preguntas: si debe reorientar su política de competencia, cómo combinar los objetivos económicos y de seguridad y cómo evitar convertirse en rehén económico de las prioridades de Estados Unidos en política exterior. Responderlas demandará una redefinición del concepto de soberanía económica.
La política de competencia es objeto de intenso debate. Algunos quieren modificar las normas ‘antitrust’ de la UE para permitir la creación de ‘campeones empresariales europeos’. Pero es una idea cuestionable. Aunque es verdad que al momento de emitir dictamen sobre fusiones de empresas, ayudas estatales o una inversión extranjera, los reguladores europeos deberían tener en cuenta el alcance cada vez más global de la competencia.
La capacidad de impulsar la innovación será definitiva. Y, finalmente, la UE debe esforzarse más en desarrollar su instrumental financiero y promover el uso internacional del euro. No hay que hacerse ilusiones de que el euro reemplazará el dólar, pero ahora que Estados Unidos da señales de que utilizará Wall Street y el billete verde como instrumentos de política exterior, Europa ya no puede ser un espectador neutral pasivo. Por el contrario, puede utilizar líneas de swap con bancos centrales asociados y otros mecanismos para aumentar el atractivo internacional del euro y al mismo tiempo reforzar su propia soberanía económica.
JEAN PISANI-FERRY*
© Project Syndicate
*Profesor en la Escuela de Gobernanza Hertie, en Berlín, y en el Institut d’études politiques de Paris.