Las placas continentales de la Tierra se separaron y comenzaron a desplazarse hace cientos de millones de años. Pero alguien que hoy visite las capitales europeas o siga los acontecimientos en Washington en la era de Donald Trump podría pensar que se está produciendo otra divergencia tectónica de vastas proporciones.
Es verdad que la desconfianza transatlántica no es nueva. Antes de la Guerra de Irak de 2003, el entonces secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, trazó una controvertida línea entre la “vieja Europa” y “la nueva Europa”, formada esta última por los Estados excomunistas que estaban más entusiasmados con la idea de seguir a Estados Unidos a la guerra. Muchos europeos consideraron que Rumsfeld buscaba sembrar la división dentro de Europa.
Ahora, Europa debe tratar con otro estadounidense difícil que también se llama Donald. El gobierno de Trump ha adoptado una postura todavía más agresiva, ya que considera la Unión Europea un competidor estratégico y ha planteado dudas sobre el compromiso a largo plazo de Estados Unidos con la seguridad europea. Según la cosmovisión trumpiana, Washington ve ahora a Europa como un parásito que se aprovechó de su generosidad. Y, en una prueba de lo poco que comprende los intereses de EE. UU., Trump parece decidido a debilitar las fuerzas de la integración europea. También trató de generar divisiones entre los europeos, y no solo entre los “viejos” y los “nuevos” (entre los que no le faltan entusiastas). Por ejemplo, no oculta sus simpatías por los partidarios del ‘brexit’.
En la cosmovisión de Trump, con su consigna “Estados Unidos primero”, no hay lugar para una sociedad entre Estados Unidos y Europa, ni para aliados que no apoyen automáticamente las políticas de Washington. El vicepresidente estadounidense, Mike Pence, lo puso bien claro en la Conferencia de Seguridad de Múnich celebrada en febrero, en la cual reprendió a los europeos por debilitar las sanciones estadounidenses contra Irán, como si fuera un maestro de escuela reclamando por las tareas no realizadas.
El paternalismo estadounidense hacia Europa no terminará necesariamente con Trump. Como hemos visto, es reflejo de una vieja postura dentro del aparato de seguridad nacional estadounidense. En temas que van de los Balcanes a la amenaza rusa contra Ucrania, la idea que predomina en Estados Unidos es que los europeos son débiles.
De lado y lado
Es verdad que Europa también tiene una parte de la culpa por las tensiones transatlánticas. Cuando la UE comenzó su proceso de expansión hace unos veinte años, Polonia y otros aspirantes a ingresar al bloque denunciaron ante la diplomacia estadounidense que enviados europeos les decían que debían elegir entre Estados Unidos y la UE, como si fueran dos conjuntos de valores e intereses diferentes. Las ideas, supuestamente, más evolucionadas de los europeos en temas como el cambio climático, la pena de muerte, los usos del poder blando y muchas otras cuestiones se presentaban como prueba de una identidad europea y con intereses distintos a los estadounidenses.
Mucho ha cambiado desde entonces, y algunos europeos ya se han dado cuenta de que deben hacer más por reforzar el transatlanticismo, sobre todo mediante un aumento de los presupuestos de defensa, la optimización de los procesos de toma de decisiones de la UE y la resolución de disputas económicas (uno de los países más reacios es Alemania, cuyo presupuesto de defensa como cuota del PIB se mantiene muy por debajo de la meta del 2 % fijada por la Otán).
Pero Europa enfrenta un desafío todavía más fundamental, y es interno. Hay una amplia variedad de temas en los que la dirigencia europea tiene que esforzarse más en explicar a sus votantes de qué se trata realmente el proyecto europeo. Para las generaciones anteriores, la respuesta era obvia: la integración europea era necesaria para prevenir otra guerra mundial. Pero, aunque eso era cierto hace setenta años, hoy es evidente que hay que poner al día la ‘raison d’être’ del proyecto para tener en cuenta las inquietudes actuales de los votantes.
Los europeos encararon el proyecto de unificación como una empresa civilizadora. Pero al profundizarse la integración, muchos empezaron a sentir que los habían metido a la fuerza en la burocracia más costosa del mundo. Y, con el aumento de las presiones sociales y económicas de la inmigración, más europeos han comenzado a sentir que han perdido sus identidades nacionales. Eso explica que haya Estados miembro (incluidos algunos que han obtenido tremendos beneficios por su pertenencia a la UE) cuyo instinto ahora es cerrar la puerta y poner el alambre de púas. Pero, como cualquier dirigente europeo serio sabe, la crisis de los migrantes y de los refugiados demanda una respuesta integral en el nivel de la UE, lo que incluye una política exterior sólida centrada en resolver las raíces del problema.
Mientras los europeos se debaten con cuestiones fundamentales relacionadas con la identidad, la burocracia y la soberanía, los funcionarios estadounidenses, cualquiera sea su extracción política, deben respirar hondo, reflexionar sobre las causas de la actual fractura transatlántica y preguntarse si un paternalismo arrogante es el mejor modo de tratar un continente cuyos valores e intereses coinciden tan mayoritariamente con los propios.
Aunque pueda parecer obvio, la creciente amenaza a la democracia (y a la civilización misma) demanda que Estados Unidos y Europa muestren más respeto mutuo y cooperación. No hay motivos para esperar cambios durante el actual gobierno estadounidense, pero necesitamos a todos los que puedan ayudar a preparar un futuro mejor para la relación transatlántica. Es hora de volver a juntar las placas continentales.
CHRISTOPHER R. HILL*
© Project Syndicate
Denver
* Exsubsecretario de Estado para Asia Oriental de EE. UU.