Venezuela: ¿luz al final del túnel?

Después de los intentos fallidos del 23 de febrero y el 30 de abril para derrocar a Nicolás Maduro, la situación venezolana está evolucionando hacia lo que analistas imparciales, dentro y fuera del país vecino, señalaron desde el principio como inevitable: un diálogo entre las partes para buscar una solución de consenso y evitar males mayores como la intervención militar de Estados Unidos, esgrimida por Juan Guaidó como su principal arma contra el actual inquilino del Palacio de Miraflores.

La confrontación que fragmentó a los venezolanos en una forma que parecía irremediable se convirtió en los últimos seis meses en una contienda internacional comparable a la Guerra Fría. De un lado, Estados Unidos, Colombia y el Grupo de Lima alineados contra Maduro, y del otro, Rusia, China, Cuba y Turquía, con la ONU, la Unión Europea, México y Uruguay haciendo esfuerzos en busca de una solución pacífica.

Esos esfuerzos rindieron sus primeros frutos el mes pasado, cuando Maduro y sus opositores aceptaron la invitación del Gobierno de Noruega para dialogar en Oslo. Aunque el primer contacto no dio resultados, se tiene previsto un nuevo encuentro, lo cual indica que la opción de negociar ha ganado terreno sobre las otras que estaban “sobre la mesa”, según Guaidó, Donald Trump y los ‘halcones’ de la Casa Blanca.

La visita a Caracas de la expresidenta chilena y alta comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, quien se reunió por separado con Maduro y Guaidó, contribuyó a aliviar las tensiones entre las partes, aunque despertó el rechazo del sector más radical de la oposición porque durante su mandato presidencial mantuvo buenas relaciones con el régimen chavista.

La división de la oposición llevó al secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, a decir hace poco en una conversación privada, según lo reveló The Washington Post, que el principal problema que ha enfrentado en esta crisis es el de mantener unidos a los opositores porque “son más de cuarenta personas las que se creen que son el legítimo heredero de Maduro”. A juzgar por los últimos hechos, los más moderados parecen estar ganando la partida.

El papel de Colombia

Lo anterior conduce a plantear unos interrogantes respecto a Colombia. ¿Qué tanto conviene a los intereses de nuestro país el papel de protagonista de primera línea en la pugna interna venezolana? ¿No sería preferible que la actuación de Colombia, como las de México y Uruguay, fuera la de promover el diálogo, que en el interior de Venezuela ya es considerada como la mejor forma de resolver la crisis?

La cacofonía de voces antichavistas que inundan las redes sociales sugiere que muy pocos estarían dispuestos a legitimar estas preguntas, y menos aún a responderlas. Sin embargo, ellas resultan pertinentes a la luz de lo que han sido las relaciones colombo-venezolanas a lo largo de doscientos años de historia compartida.

No han sido escasos los desencuentros, los conflictos ni los momentos de confrontación entre los dos países que nacieron como uno solo y comparten más de 2.200 kilómetros de frontera. Basta con recordar las tensiones generadas por el diferendo en torno al golfo de Venezuela y los repetidos y frustrados intentos para resolverlo; la confrontación que estuvo a punto de causar una guerra el 9 de agosto de 1987 por el patrullaje de la corbeta colombiana Caldas en aguas que ambos países consideran como propias; y, más recientemente, los enfrentamientos de los dos gobiernos durante las presidencias de Hugo Chávez y Maduro, que redujeron al mínimo el otrora próspero intercambio comercial, generaron frecuentes cierres de las fronteras y han estado a punto de producir un grave conflicto. Pero también han abundado las manifestaciones de armonía.

La línea que demarca los territorios de los dos países ha sido históricamente un factor de unión, pues a sus lados conviven poblaciones con fuertes vínculos de interdependencia y aun de parentesco, además de intensas relaciones comerciales y culturales. La migración en ambos sentidos ha sido un fenómeno permanente que oscila según la relativa situación de prosperidad en cada país. Así como la actual crisis venezolana ha generado un éxodo masivo hacia Colombia, en los tiempos de vacas gordas en Venezuela y vacas flacas en Colombia ocurrió lo contrario, y los migrantes siempre fueron bien acogidos en ambos lados.

El punto más alto

Tampoco han sido escasas las expresiones de cooperación y amistad entre los dos gobiernos. La principal de ellas ocurrió el 5 de abril de 1941, cuando el templo de la Villa del Rosario de Cúcuta fue escenario del evento que marcó el punto más alto de las relaciones bilaterales: la firma del tratado de límites terrestres y de navegación en los ríos comunes.

El tratado puso fin a un diferendo de medio siglo sobre el laudo emitido en 1891 por la reina María Cristina de España, cuyo cumplimiento se había visto obstaculizado hasta entonces por diferencias de interpretación. Fue firmado por los cancilleres Luis López de Mesa y Esteban Gil Borges en presencia de los presidentes Eduardo Santos y Eleazar López Contreras, en un acto de tanta importancia que Santos lo resaltó con un gesto extraordinario al regalarle al pueblo de Venezuela, representado por López Contreras, la espada de oro que la Legión Británica le había obsequiado al Libertador Simón Bolívar.

El contraste entre Santos y López Contreras era muy claro. El primero era un civilista liberal y demócrata convencido; el segundo, un general formado en la dictadura de Juan Vicente Gómez, a quien sucedió tras su muerte en 1935. En el régimen de Gómez, que duró 28 años, escaló posiciones militares y burocráticas hasta convertirse en su hombre de confianza y segundo en la jerarquía oficial.

Santos no tuvo inconveniente en darle la mano porque consideraba la relación con Venezuela como uno de los activos más importantes en la política exterior de Colombia. Para Santos, esa amistad estaba por encima de las circunstancias internas de cada nación y de la personalidad de sus respectivos jefes de Estado. Así lo dejó en claro durante su primera entrevista con el embajador de Estados Unidos, Spruille Braden, el 22 de febrero de 1939, seis meses después de asumir la presidencia.

En el diálogo se mencionó la negociación del tratado de límites con Venezuela, que entonces estaba en marcha, y, según el informe que Braden transmitió al secretario de Estado, citado por David Bushnell en su libro Eduardo Santos y la política del Buen Vecino, el presidente le manifestó al embajador que el territorio que aún estaba en disputa “era relativamente insignificante y, por su parte, prefería la amistad con Venezuela aun en el caso de que tuviera que ceder el área entera”.

La ‘buena vecindad’

La actitud de Santos compaginó con el ambiente de armonía hemisférica generado por la política del Buen Vecino que el presidente Franklin Delano Roosevelt proclamó en su discurso de posesión el 4 de marzo de 1933 e inauguró una época dorada en las relaciones interamericanas. Esa política fue presentada formalmente a los países del hemisferio durante la VII Conferencia Panamericana, reunida en Montevideo, en diciembre de 1933, en la cual el principio de la no intervención fue consagrado como uno de los pilares de la Unión Panamericana, que después se transformó en la Organización de los Estados Americanos (OEA).

Cumpliendo el compromiso de Roosevelt, las fuerzas estadounidenses de intervención salieron de la América Latina durante los años 30 del siglo pasado y también Washington abandonó la práctica de no reconocer a los gobiernos que no compartieran las orientaciones del Departamento de Estado. Fue un cambio de curso histórico, pues Estados Unidos se había acostumbrado a intervenir en los países del hemisferio al amparo de la doctrina Monroe y el corolario Roosevelt (por el presidente Teodoro Roosevelt).

En ejercicio de estas políticas, Estados Unidos intervino muchas veces en América Latina, despojó a México de la mitad de su territorio, propició la separación de Panamá de Colombia y defendió los intereses de la United Fruit Company y otras empresas estadounidenses en la región como si se tratara de propiedades del Gobierno de Washington.

Al tomar franco partido por Guaidó, el Gobierno de Colombia relegó a un segundo plano la no intervención y el alto aprecio que un gobierno como el de Eduardo Santos tuvo por la amistad binacional

La desastrosa intervención en México llevó a ese país a proclamar como doctrina oficial la que niega a cualquier país el derecho de reconocer o desconocer el Gobierno de otro. Colombia nunca adoptó una política como la mexicana, a pesar de la intervención estadounidense de 1903 en Panamá, pero siempre defendió el principio de la no intervención, adoptado por el país desde su nacimiento.

Consagrado en la Constitución de 1821 por el Congreso de Cúcuta, desde entonces fue uno de los pilares de la política exterior colombiana. Su adhesión a este llevó al Gobierno colombiano a enfrentarse en algunas ocasiones a Estados Unidos, como ocurrió en diciembre de 1989, al producirse la invasión estadounidense a Panamá para derrocar al dictador Manuel Antonio Noriega. Colombia no apoyó la invasión por considerar que esta acción violaba la carta de la OEA.

Las diferencias con la situación actual son obvias. Al tomar franco partido por Guaidó, el Gobierno de Colombia relegó a un segundo plano la no intervención y el alto aprecio que un gobierno como el de Eduardo Santos tuvo por la amistad binacional. Cualquiera que sea el desenlace de la crisis, la posición colombiana afectará las relaciones binacionales en el futuro porque nada indica que el chavismo, así sea hoy minoritario, vaya a perder vigencia en Venezuela.

LEOPOLDO VILLAR BORDA
PARA EL TIEMPO

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