En uno de los capítulos recientes más esperanzadores de la multidimensional crisis venezolana, el Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos (OEA) acreditó a Gustavo Tarre como representante permanente designado por la Asamblea Nacional, y en consecuencia por el gobierno de Juan Guaidó, hasta que se celebren nuevas elecciones de las que emane un gobierno democráticamente electo en ese país.
Esta vuelta de tuerca a las posiciones convencionales asumidas históricamente por la OEA ofreció un ejemplo emblemático de la profundización del aislamiento diplomático del régimen de Maduro, pero también de la flexibilidad con que la diplomacia cambia hoy día sus paradigmas para adaptarse a una circunstancia inédita.
Indudablemente, este vuelco en la posición de la OEA debe entenderse también a partir de un contexto cambiante en donde la capacidad del otrora régimen chavista para hacerse de la lealtad de un grupo de países, a partir de una agresiva diplomacia petrolera, se ve afectada por un deterioro económico y político históricos.
Si bien en la larga historia de la OEA hay capítulos en que sus órganos colegiados, como el Consejo Permanente o su propia Asamblea, evitaron asumir medidas y adoptar posiciones contundentes frente a los abusos de este régimen autoritario, es justo decir que sin la Secretaría General, y órganos del Sistema Interamericano como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o la Relatoría para la Libertad de Expresión, no se explicarían aportaciones cruciales para develar ante la comunidad internacional las atrocidades en que ha incurrido el gobierno de facto en Venezuela, y para empujar el cerco internacional que se ha venido cerrando en torno a este.
En efecto, y gracias en buena medida a ellos así como a otros mecanismos y organismos intergubernamentales, relatorías, organismos no gubernamentales, medios de comunicación y centros de pensamiento e investigación, sabemos que en 2018, la economía venezolana cayó 18 %, la inflación sobrepasó el límite del 1 millón por ciento y que más de 3 millones de venezolanos han huido de su país.
Sabemos también que la producción petrolera pasó de 3,3 millones de barriles hace dos décadas a menos de un millón en la actualidad y que el año pasado solo 1 de cada 10 venezolanos tenía acceso a alimentos. Según numerosos reportes, la mortalidad materna e infantil ha experimentado un trepidante aumento de 65 % y 30 % respectivamente, lo mismo que la incidencia de casos de difteria, malaria y tuberculosis.
De acuerdo con el Índice 2018 de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, Venezuela es el país más corrupto de las Américas y el que cuenta con el peor nivel de garantía de un Estado de derecho, según el Índice 2019 del Proyecto World Justice.
A partir de lo que también conocemos sobre los masivos cortes de electricidad y de agua potable, es posible esperar un agravamiento de la crisis y sus efectos más nocivos sobre la población.
Ante ello, resulta evidente que la comunidad internacional tiene que mostrar un compromiso renovado en relación con la protección de los derechos humanitarios de los venezolanos por encima de cualquier otra consideración jurídica, política o diplomática.
Al imperativo de atender con urgencia las necesidades más apremiantes de los venezolanos tanto en Venezuela como en los países vecinos donde se han refugiado millones de ellos, el gobierno y la sociedad de Colombia han respondido admirablemente.
Dotados de un espíritu solidario, los colombianos han sabido esforzarse para imprimir una huella humanista en las respuestas que han dado a la peor crisis migratoria en la historia del país al pasar de albergar a cerca de 400 mil venezolanos, reconocidos hace un par de años, a más de 1,2 millones en el presente.
En una política que debería ser emulada por otros países que hoy repudian al migrante, se creó el Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos en Colombia y, con base en una Estrategia Integral y la colaboración de organizaciones públicas y no gubernamentales, ha adoptado medidas para la integración laboral, educativa y de salud de los migrantes venezolanos en Colombia con medidas como el establecimiento de los permisos especiales de permanencia.
En este sentido, cobra relevancia respaldar iniciativas como las del Fondo Humanitario para la crisis o, bien, las encomiables propuestas que ha impulsado Concordia para incorporar al sector privado en esfuerzos transversales para promover la inversión en zonas fronterizas, tanto en el ámbito industrial como agrícola y de servicios.
Indudablemente, frente a crisis complejas en el escenario regional no siempre lo urgente se corresponde con lo importante. En la crisis venezolana, sin embargo, ambas apuntan directa e indefectiblemente a proteger a la población civil y crear resiliencias para resistir un deterioro aún más profundo que se antoja inevitable.
A la diplomacia, desde luego, le corresponde insistir en poner término, por la vía institucional, al inaceptable régimen de Maduro. Pero, mientras esto sucede, a todos nos corresponde hacer un aporte aún más decisivo para administrar el posconflicto: atender cabalmente la dimensión humanitaria.
Laura Chinchilla
Expresidenta de Costa Rica