¿Por qué tantos jóvenes se sienten atraídos por la ultraderecha? Las encuestas muestran que el 36 por ciento de los franceses de entre 18 y 24 años apoya a la Agrupación Nacional de Marine Le Pen; y en los Países Bajos, alrededor del 31 por ciento respalda al Partido por la Libertad, nacionalista y xenófobo, de Geert Wilders. En tanto, una encuesta reciente halló que el 26 por ciento de los estadounidenses de entre 18 y 29 años prefiere al expresidente Donald Trump más que al presidente en ejercicio Joe Biden.
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Aunque estas cifras no reflejan la opinión de la mayoría de los jóvenes, no dejan de ser sorprendentes. Durante al menos cuatro décadas después del final de la Segunda Guerra Mundial, ser joven fue sinónimo de ser de izquierda, querer mejorar el mundo y luchar por una sociedad abierta, diversa e igualitaria en la que el fascismo no pudiera resurgir jamás. Por su parte, a la ultraderecha se la asociaba con un anciano desaliñado, con tufillo a la camisa parda o negra que tal vez llevara en otros tiempos.
Pero esto empezó a cambiar en los años noventa. A esas alturas, muchos de los viejos extremistas ya habían muerto, y los partidos de centroizquierda estaban perdiendo su idealismo juvenil. La Unión Soviética había perdido la Guerra Fría, y es posible que una parte del entusiasmo por el progreso colectivo se haya ido con ella. Entre tanto, los partidos conservadores y de centroizquierda cayeron ambos bajo el influjo del neoliberalismo.
En 1998, Peter Mandelson, vocero del Partido Laborista británico bajo el entonces primer ministro Tony Blair, aseguró que “lo tenía sin cuidado” que la gente se volviera “asquerosamente rica”, siempre y cuando pagaran sus impuestos. La declaración de Mandelson, de la que más tarde se arrepintió, fue reflejo de un cambio político más amplio. Los partidos de centroizquierda estaban cada vez más ligados a élites urbanas beneficiarias de una economía globalizada en la que los inmigrantes proveyeran mano de obra barata y en la que cosmopolitas educados pudieran buscar ganancias financieras o estímulo intelectual donde quisieran. Élites a las que quienes se sentían ignorados, despreciados y olvidados por la globalización terminarían llamando, despectivamente, “gente de ningún lugar”.
Muchos de estos votantes desafectos que antes apoyaban a partidos de izquierda con vínculos históricos con el movimiento sindical –por ejemplo, el laborismo en el Reino Unido y los demócratas en Estados Unidos– ahora se sentían excluidos tanto por los conservadores proempresa como por la centroizquierda neoliberal.
El embrujo populista
A llenar el vacío político acudió presurosa una nueva generación de populistas de derecha, con la promesa de luchar por los desempoderados y en contra una élite globalista corrupta que supuestamente permitía a los inmigrantes quitarles puestos de trabajo a los nativos. El difunto agitador austríaco Jörg Haider; el líder de los Demócratas de Suecia, Jimmie Åkesson; la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, y su vice primer ministro, Matteo Salvini, son ejemplos cabales de esta nueva raza de políticos. Operadores hábiles y bien vestidos, con talento para fascinar y atizar la rabia y el resentimiento.
Trump es del mismo paño. Siempre ha usado la retórica de los radicales de ultraderecha, ofreciendo la fantasía de un pasado estadounidense de grandeza y prometiendo mantener fuera a los inmigrantes que “envenenan la sangre de nuestro país”.
Es inevitable que esas promesas atraigan a algunos jóvenes, por las mismas razones por las que otrora lo hicieron los ideales de izquierda. Sirve de ejemplo un alemán de 18 años que antes de las elecciones al Parlamento Europeo le dijo al Financial Times que iba a votar por el partido de ultraderecha Alternative für Deutschland porque ofrece “un quiebre claro con un presente deprimente”.
Frente a la creciente marea del populismo radical se alzan políticos veteranos como Biden que intentan preservar las instituciones establecidas de la democracia liberal: la independencia judicial, la prensa libre y elecciones justas. Construir o reparar esas instituciones tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial era un proyecto progresista. Pero hoy, protegerlas contra quienes quieren destruirlas y no pierden ocasión de atacar a jueces, legisladores y ciudadanos que las defienden es, literalmente, algo conservador.
Para jóvenes entusiasmados por la perspectiva de cambio radical, Biden a los 81 años puede parecer una reliquia del pasado, aferrado a un sistema obsoleto. Podrá decirse, y yo seré el primero, que el cambio democrático gradual es preferible a la destrucción del orden actual; pero es difícil que esa idea lleve a jóvenes inquietos de nuevo al redil de los partidos de centroizquierda tradicionales. Aunque el antecesor de Biden, Barack Obama, pudo hacerlo por algún tiempo, al final decepcionó a muchos de sus seguidores más jóvenes, por no ser todo lo radical que muchos esperaban.
Trump no necesita convencer a muchos jóvenes de votar por él. Bastaría que una cantidad suficiente se niegue a votar por Biden (por ser demasiado viejo, demasiado conservador o demasiado pro-Israel) para que Trump gane la elección presidencial de noviembre. Y si lo hace, seguirá destruyendo las normas y las instituciones en las que se basa el funcionamiento de la democracia.
Es posible que las generaciones futuras tengan que esforzarse mucho por reparar el daño; pero quizá esto dé nueva fuerza al entusiasmo juvenil por reconstruir un mundo mejor. Ojalá lo consigan.
Análisis de Ian Buruma, escritor y editor. Fue editor de ‘The New York Review of Books’.